miércoles, 2 de enero de 2013

EL DESCORCHE




El vino es un producto que viene sin instrucciones de uso, y la diferencia entre un  bebedor normal y un sibarita estriba en el simple acto de abrir una botella.
 Al  tratarse de un líquido vivo y complejo,la forma de abrirlo y servirlo puede influir en nuestro paladar a la hora de degustarlo.

Um buen catador de vinos debe tener en cuenta  la temperatura, la apertura, la oxigenación, el modelo de las copas, además de la denominación de origen de la botella,el año de su cosecha y su temperatura.

 Una vez en la mesa, sirvase el vino en una copa de cristal incoloro, mejor grande que pequeña, sencilla y sin adornos, más bien cerrada por arriba, sólida y cómoda de manejar. Las últimas tendencias del diseño en cristalería, han demostrado que el vino huele y sabe diferente según la forma del recipiente en que se beba. Una embocadura estrecha conduce el líquido a la punta de la lengua y el final del paladar, donde sabe más dulce y suave; mientras que una ancha lo hace pasar por los lados, reforzando el cuerpo de los vinos delicados o muy viejos. Del mismo modo, una copa de buen tamaño, ayuda a apreciar todos los matices olfativos. ¡Pero cuidado! No debe ser muy abierta para que no se vaya el olor.

Los gourmets más exquisitos ya no se conforman con cualquier copa. Los hay incluso que tienen en casa modelos diferentes para cada tipo de vino: para tintos vigorosos y elegantes estilo Burdeos, para tintos delicados y complejos; tipo Borgoña, para blancos aromáticos; para blancos estructurados o fermentados en barrica; para espumosos; para jereces y oportos... En cualquier caso, llénelas un tercio de su capacidad: resulta más cómodo de oler y beber y permite, además, efectuar sin salpicar a nadie ese movimiento mecánico de remolino o rotación del vino que hacen los buenos catadores para seguir aireando el vino en la copa.

El asunto puede llegar a sofisticarse hasta límites insospechados, claro. Y entre hacer bien las cosas y ser un perfeccionista maniático sólo median, a veces, mucha artificiosidad y bastantes accesorios caros. Basándose en el sentido común, los manuales especializados dictan, a ese respecto, reglas a veces muy estrictas, pero, en la mayoría de los casos, fácilmente adaptables a las posibilidades y al gusto de cada uno.
LA TEMPERATURA.

Elija con cierta antelación el vino que piensa beber y vigile su temperatura, ya que ésta influye en resaltar o disimular las cualidades de cualquier bebida que se quiera degustar. Los usos atávicos más extendidos recomendaban antaño servir los blancos casi helados y los tintos a temperatura ambiente. O sea, un horror. “Ningún blanco de alto nivel merece ser servido por debajo de los 10° -escribe Joana Simón en Conocer el vino-, ya que perderá buena parte de sus aromas y sabores. Por el lado opuesto, debe evitarse a toda costa beber un gran tinto a más de 18°, ya que el calor resaltará sus aspectos más desagradables, haciéndolo parecer tánico y alcohólico”.

Efectivamente, muchos de nosotros tendemos demasiadas veces a estropear cualquier vino por exceso o defecto de refrigeración. Como norma general, y muy estricta, sólo el champagne puede bajar hasta siete u ocho grados en verano (contando con que se caldearán inmediatamente en la copa). Ni siquiera en el más duro de los veranos un noble tinto de guarda debe subir de 18°. En cuanto a los tintos jóvenes, es recomendable beberlos entre 12° y 14°, que es cuando más sobresale su frutosidad.

Para enfriar, empleese siempre la heladera, nunca el congelador. O, en caso de urgencia, un balde lleno hasta el tope de hielo con agua. O incluso una de esas modernas, rápidas y feas fundas térmicas plegables. Para controlar al centígrado la temperatura, puede disponerse de un vinómetro, termómetro diseñado específicamente para sujetarse en el cuello de las botellas. De todas formas, con un poco de práctica, pronto sabremos si el vino está de su agrado con tocar simplemente el vidrio exterior.

La apertura. ¿Recuerdan aquel viejo tópico que decía: “Vamos a ir abriendo el tinto para que se airee”? Pues cuenta el profesor de Burdeos Emile Peynaud, en su manual “El gusto del vino”, que este acto resulta bastante inútil dado que la superficie del líquido en contacto con el oxígeno a través del gollete es muy escasa. A ese respecto, en su libro “Cómo quiero que me sirvan el vino”, Arturo Pardos recalca que “abrir una botella de antemano, por ejemplo la de tinto que va a ser tomada después de la de blanco, tiene sentido sólo desde el punto de vista de la eficacia del servicio”.

EL DESCORCHE.

Llegado el momento de la verdad, la elección del sacacorchos no es un tema de poca importancia: los hay muy historiados, pero aquí lo que importa es la comodidad del usuario y el respeto hacia el vino. El clásico de camarero, de espiral y palanca nunca suele fallar (sobre todo, si tiene el nuevo sistema Pulltaps de dos pasos) y lo preferimos a otros como el de mariposa, el de capuchón o el muy perverso de aire comprimido. Para alumnos aventajados y corchos muy viejos, el de doble lengüeta no tiene rival, aunque resulte un poco difícil de utilizar.

Antes de luchar con el tapón, habremos de enfrentarnos a la cápsula exterior, de fina aleación metálica. Con ayuda de la pequeña navaja que incorporan la mayoría de los abridores (o incluso de unas sencillas pinzas corta-cápsulas); córtela por debajo del cuello o elimínela totalmente si está entre amigos. El caso es que el vino bajo ningún concepto debe entrar en contacto con el plomo al ser vertido. Si quedaran restos de precipitaciones en la boca o el cuello de la botella, límpielas suavemente con una servilleta.

Después, clave la punta del sacacorchos en el tapón sin brusquedades excesivas, evitando empujarlo hacia dentro y, una vez introducida toda entera, realice el descorche cuidadosamente, procurando no romper el corcho. En caso de accidente, no se desespere. Si no logra sacar el tapón dañado, empújelo hacia dentro y cuele el líquido o bien vigile la presencia de pequeñas partículas en la primera copa. Y no sea delicado, que un pedacito minúsculo de corcho no incide de ninguna manera en las bondades del vino.
OXÍGENO.

Con la botella ya abierta, la primera gran duda de cualquier buen catador es si debemos decantar el vino o no. La decantación consiste en pasar el líquido a un recipiente de vidrio de mayor tamaño y cuello particularmente ancho llamado decantador.Y se suele realizar con dos fines: el de separar determinados tintos añejos del sedimento o posos que pudieran quedar en el fondo de la botella, de forma que éstos no acaben en nuestra copa, y el de airear un vino.

¿Y para qué queremos airear un vino? Cuando se trata de un tinto joven y vigoroso, para que el contacto con el oxígeno produzca en él una pequeña oxidación que suavice sus recios taninos. Y si nos hallamos ante un gran tinto en su apogeo que lleva muchos años durmiendo en la bodega, para que el cambio de continente le ayude a despertar de su letargo y el contacto con el aire, durante aproximadamente una hora, le empuje a extraer lo mejor de sí. Los expertos suelen describir coloquialmente este caso como el de un vino cerrado que debe abrirse. Pero atención: cuidado con decantar largamente un tinto demasiado añejo y delicado. El exceso de oxidación podría echar a perder su bouquet y marchitarlo.

Para decantar, sólo necesita un pulso firme y una luz tras la botella (lo tradicional era una vela), que le permita ver cuándo está llegando al final de la misma para evitar los posos. Incline ambos recipientes y vierta el líquido de uno a otro lentamente pero de una sola vez, haciendo que se deslice con suavidad por las paredes interiores del decantador.

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